Las señoritas de Avignon, Pau Picasso
“El artista trabajaba despacio, luchando por llevar a la tela el paisaje vigoroso y trágico de Anáhuac, sumergido en esa luz extraña que todo lo define y todo lo ensombrece.”
Tengo la fortuna de ser distinguido como amigo por un artista plástico mexicano de mucho talento y ya de renombre. Él es un tipazo al que aprecio mucho. Su obra me encanta, toda llena de esos vigorosos colores que sólo los pintores oaxaqueños saben poner en los lienzos.
Cuando
él comenzaba como artista tuve la oportunidad de comprarle algunas piezas de su
obra. El artista sabe que soy su fan; también sabe de mi gusto por los gatos y
los cactus, y como él tiene un lienzo fabuloso con esos temas me contactó para
ofrecerme el cuadro, que le he “chuleado” en varias ocasiones y cuyo cromo
conservo en mi oficina.
--Te
gusta el cuadro, ¿verdad?
--Mucho,
sí, ¡bien quisiera tenerlo para adornar mi comedor!
--¿Por
qué no me lo compras?
--
¿Cuánto pides por él?
--
Por ser para ti, que eres cuate, te lo dejo en XXX mil pesos (así, con 3 cifras en miles).
--¿XXX mil?… ¡Imposible, mi amigo! “¡Soy tan
pobre!”, le dije recordando el cuento del Dr. Atl, pues nuestra
conversación fue casi una cita textual.
Le
agradecí la deferencia de pensar en mí para esa belleza, pero no pude menos que
señalarle que yo sigo siendo un maestro universitario y que no puedo seguirle
el paso a un artista de renombre internacional, a menos que él esté dispuesto a
rebajar sustancialmente el costo de su cuadro a cambio de ganar un admirador
devoto y agradecido. Pero como el precio ya era “de cuates” (con sus 3 cómodas mensualidades) no hubo
oportunidad de discutirlo, ¡una obra de arte no se regatea! Su valor es tanto que, según decía Klein, no se debe pedir dinero, sino oro... Así que allí acabó el
asunto.
¿Por
qué el arte es tan caro?
¿Qué
toma en cuenta un artista para tasar su obra?
Misterio
para quienes somos legos en el asunto, que nos dejamos seducir por la belleza arrebatadora
de un cuadro o una escultura… y que luego tenemos que dar un paso hacia atrás
ante la imposibilidad de adquirirlo. Sólo lo vemos pasar y soñamos con su
belleza, como la señora del cuento del Dr. Atl:
“--¿Le gusta?
--Mucho, sí. ¡Quién pudiera tenerlo!
--¿Por qué no me lo compra?
--¿Yo?… ¡Imposible, yo soy tan pobre!“
Así
somos muchos de quienes nos acercamos al arte. Y casi ninguno de los artistas
se da el lujo de venderlo como hace -un tanto románticamente- el del cuento,
que prefiere un precio menor pero una alta apreciación de su obra.
“El artista puso los cinco pesos en el bolsillo, le dio las gracias, y se fue silbando, seguro de que, en aquella casita de adobes grises, su cuadro quedaba más honrado y lleno de gloria que en la galería de arte más famosa del mundo.”
Al
parecer, la trayectoria de un artista es la que determina el costo de su obra,
más allá del mérito estético (a veces discutible); y en la obra, lo que vale es
la firma. Recordemos a Dalí estampando su firma en original en docenas y
docenas de reproducciones impresas de un único grabado original.
La
cosa debiera ser como dicen que dijo el crítico de arte Hugo Petruschansky: la obra vale lo que se paga, si no hay
ningún postor no vale nada. Pero sospecho que el marketing juega un papel
importante para incentivar la aparición de esos postores e inclinar la balanza a
favor del artista.
Al
fin y al cabo, los pintores también tienen que comer, pagar sus cuentas, las
colegiaturas de sus hijos... y un prestigio que acrecentar en los circuitos del
arte. Por no hablar de la inversión que tienen que realizar en lienzos, pintura,
pinceles, bastidores, enmarcado, fotografía, catalogación, impresión… pero sobre
todo, por las largas horas de trabajo creativo invertidas en una obra.
Los
artistas, como todos los especialistas que viven de su intelecto y/o de su
inspiración, cobran por lo que saben, no por lo que hacen.
*
El
cuadro mejor vendido (1936), Gerardo Murillo, Dr. Atl.
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