“No hay cosa más ardua de manejar, ni que se lleve a cabo con más peligro, ni cuyo acierto sea más dudoso, que el obrar como jefe para dictar estatutos nuevos, pues tiene por enemigos activísimos a cuantos sacaron provecho de los estatutos antiguos, y aun de los que puedan sacarlo de los recién establecidos, que suelen defenderlos con tibieza suma; tibieza que emana de la desconfianza que los hombres ponen en las innovaciones, por buenas que parezcan, hasta que no hayan pasado por el tamiz de la experiencia sólida.”
Nicolás
Maquiavelo, “El Príncipe”.
Como encargado de la innovación educativa de mi
campus, entre mis funciones estuvo el impartir cursos de actualización a mis
colegas docentes en temas como el nuevo mobiliario en el aula, manejo de los pizarrones
digitales, uso de iPads para el aprendizaje, salones para la experimentación
didáctica, enfoques didácticos como el aprendizaje combinado o el aprendizaje
móvil, entre otros; y no deja de sorprenderme que en cada curso, taller o
seminario que imparto hay siempre un profesor peleado con el cambio y enemigo
de introducir innovaciones en su forma de dar la clase. Nunca falta un maestro
que se escandaliza con las propuestas y hay incluso algunos exagerados que llegan
a tomarse estos planteamientos de cambio como una afrenta personal a su forma
de docencia.
Mi colega y amiga Genoveva Flores, una humanista entusiasta de las innovaciones en
materia de docencia y tecnología educativa, suele referirse a este fenómeno
como un “síndrome de Peter Pan académico”: el profesorado se niega a crecer
psicológica y profesionalmente porque está convencido de que lo que hace lo
hace muy bien así que ¿para qué cambiarlo?, porque de esta manera tiene todo el
control del proceso de enseñanza-aprendizaje, lo que lo pone en el centro de la
acción haciéndolo el protagonista, pero también porque en el fondo tiene una
gran inseguridad hacia lo nuevo que tiene que hacer o aprender (o lo que debe
de desaprender) y no se siente capaz.
Las fuentes de oposición de estos profesores son
muy variadas, ya que casi cualquier propuesta de cambio suele incomodarlos. No
obstante sus quejas pueden agruparse en dos categorías básicas: los métodos
didácticos y la tecnología educativa. En el primer rubro, los enfoques que
desplazan el papel del maestro en beneficio de una educación centrada en el
alumno (Flipped Classroom) o que le
dan a la clase un cariz lúdico que rompe con el estricto desarrollo de una
cátedra (Gamificación) son los que más se atacan. En la segunda
categoría el enemigo principal es el dispositivo móvil, al que se ve como el
gran elemento distractor en lugar de aprovecharlo como una herramienta
pedagógica. El uso de aplicaciones educativas, redes sociales o software
especializado produce el mismo efecto a pesar del potencial que encierran.
En otras profesiones, como la medicina o la
ingeniería, los cambios son frecuentes y sus practicantes buscan conocerlos en
cuanto surgen y aplicarlos para estar a la vanguardia, pero en la educación
esto ocurre difícilmente y después de un lapso más o menos largo de
negociación. El “cambio” –como concepto abstracto de un ideal- es algo que
atrae al profesorado, pero pierde su atractivo cuando implica que él
cambie. Peter Drucker, en su Análisis
del cambio educativo, dice que los docentes son naturalmente desconfiados
de los cambios, que adoptan siempre una postura reservada hacia cualquier
innovación porque primero tienen que verla como “necesaria”.
Ahí está el quid
de la cuestión.
La necesidad de cambiar es algo que no siempre
se percibe claramente desde las aulas, en donde el trabajo suele transcurrir de
manera similar, periodo tras periodo con el mismo tipo de alumnado. Pero esto
es sólo en apariencia. La ANUIES ya lo señala en su Documento estratégico para la innovación en la educación superior,
donde hace un llamado al profesorado a hacerse sensible a los tiempos que
corren y que reconozca los signos que está demandando la educación en este
siglo: globalización, uso de las TIC, virtualización, valor estratégico del
conocimiento, conectivismo, nuevos actores educativos en el escenario,
innovación de los programas académicos y de la práctica docente. Por no hablar
del perfil del alumnado el cual ha cambiado drásticamente en los últimos 10
años: cada vez más disperso, constantemente conectado a la web, trabajando a
partir de sus intereses o motivaciones y a través de herramientas digitales,
prefiriendo los ambientes lúdicos, opinando y negociando constantemente.
¿Cómo es que esas características no se
reconocen en el día a día del trabajo en la clase? ¿Por qué esos profesores que
tanto reclaman en mis cursos de innovación no están dispuestos a verlo? En el
sistema educativo la reticencia al cambio es una característica innata. Por eso
Álvaro González Alorda suele decir
que poner a hacer innovación educativa a los docentes es tan fácil como poner
gatos a desfilar.
A propósito de esta reserva Yolanda Heredia comenta en Innovación educativa a través del uso
estratégico de las TIC que aunque se tengan formas probadas para alcanzar
las metas académicas siempre podrá encontrarse una mejor forma de hacerlo, una
innovación, dando la posibilidad al sistema educativo de evolucionar para
mejorar; pero para ello es requisito indispensable que esa mejoría se valore y
valide por un conjunto de personas, mientras más amplio, mejor; eso supone que
tenga que pasar por una evaluación que la reconozca –precisamente- como
necesaria... o como una “experiencia sólida”, según decía Maquiavelo. De ahí que sea tan difícil incorporarla y hacerla
duradera.
En este proceso el problema es el tiempo que se
toma. En pleno siglo XXI la sociedad modifica sus ritmos vitales con gran
dinamismo, impulsando su desarrollo de manera vertiginosa. Nunca antes fue más
cierto aquello de que “la única constante es el cambio” que hoy en día y la
educación no puede quedarse al margen de este fenómeno. Este contexto exige una
creación constante de entornos tecnológicos y enfoques didácticos para mejorar
el aprendizaje, trayendo como consecuencia una evolución en los modelos
educativos que buscan adaptarse al acelerado ritmo en el que les toca actuar.
De ahí que los docentes en todo el mundo necesiten acoplarse rápida y eficientemente a estos
estándares cambiantes concibiendo, planeando e implementando acciones
educativas en contextos que requieren nuevos enfoques didácticos y el manejo
asertivo de las TIC.
Hay profesores que reconocen esta necesidad y
buscan poner manos a la obra. Pueden ser pioneros,
descubriendo las novedades y abriendo brecha; también pueden ser innovadores
tempranos, los que distinguen el valor de una innovación y la adoptan,
siendo ejemplo para una mayoría
innovadora que acepta el cambio cuando éste ya ha sido probado y verificado
(¿les suena conocido?). Así mismo siempre habrá innovadores rezagados, quienes adoptarán un cambio hasta que se vean
forzados a hacerlo, e incluso también existirán los refractarios que nunca adoptarán una innovación porque no
reconocerán que haya necesidad de hacerlo. Para estos dos últimos grupos el
juego de roles puede traer aparejado un riesgo.
Como solía decir mi antiguo jefe, Juan López Díaz, haciendo
un juego de palabras: “O cambias con el
cambio, o el cambio te cambia”. O te vas adaptando a las modificaciones que
se suceden una tras otra, o ellas terminarán por cambiarte, pero de lugar. Este
cambio impetuoso que se está viviendo es como un tsunami que ya llegó a las
aulas de todos los niveles académicos y está modificando las formas y los
fondos del proceso de aprendizaje.
Por tanto, digo yo, ¿no sería mejor reconocer
esta ola y subirse a su cresta para avanzar con ella en lugar de dejar que nos
pase por encima y nos revuelque?
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