miércoles, 21 de diciembre de 2016

Scrooge, Grinch & Co.

Un manifiesto anti-navideño.






"La Navidad es como un baby shower que se nos fue de las manos."


Las fechas y fiestas que derrochan cursilería y melcocha no me gustan; como la Navidad. Los que me conocen saben de mi aborrecimiento de estas festividades, y a sus ojos paso por ser un ente raro, en el mejor de los casos, cuando no francamente un gruñón o un “bipolar” como recientemente -para mi sorpresa- me adjetivó una prima con quien no tengo esas confiancitas, para luego mandarme por DM unos memes del Grinch. Si no te gusta la Navidad –como a tooodo el mundo- eres un raro y un amargado. Así las cosas.

Por eso el leer el último número de la revista Algarabía (No. 147) fue toda una revelación que me llenó del coraje necesario para poner en blanco y negro, como hace doña Pilar Montes de Oca, lo mucho que me choca esta festividad. Ella dijo justo lo que yo siento, por eso hago mías sus palabras. A continuación las recojo casi textualmente y las aderezo con mi sentir y con lo que me parece que le faltó mencionar. Que conste que reconozco que el texto base es de ella y le doy todo el crédito y mi agradecimiento, no vaya a ser que me la hagan de tos como a Peña Nieto… y también porque sé cómo se las gasta doña Pilar.

La Navidad se vuelve odiosa no por lo que es (¿habrá quien todavía sepa?), sino por aquello en lo que se ha convertido, una temporada de excesos: gastos innecesarios, derroche alimenticio, alta contaminación, un tránsito alucinante, modas de decoración banales, comercialización sin ton ni son… y lo más castrante, la obligatoriedad de ser feliz.

¿Por qué la Navidad me pone de malas? He aquí algunas razones:

Santaclós y los Santos Reyes. Pedazo de gordo moralista que da regalos a los niños que se portan bien y “un cuerno bien retorcido” a los que se portan mal. La de noches de insomnio que pasé yo de niño, corroído por la culpa de mis pecadillos infantiles, esperando que este señor de todos modos fuera a dejarme algún juguete pero no ropa. Imagen cocacolizada del viejo san Nicolás que, ¡qué casualidad!, es el santo de los comerciantes y siempre está en los “malls” para escuchar las peticiones de juguetes de los niños. Y mejor ni hablemos del trauma que provoca en algunas mentes pueriles el preguntarse cómo va a entrar a dejar los regalos si en México las casas no tienen chimenea, o el hecho de que el gordo no llega a todas las casas, pues en unas los regalos los deja el Niño Dios y en otras sólo hacen parada los Santos Reyes... y ya que pasó la Navidad; eso le bota el fusible a cualquiera.



La publicidad. No hay nada que escape a la publicidad navideña, así sea un rastrillo para rasurar, un auto, enseres domésticos o un rollo de papel higiénico, todo, absolutamente todo te lo venden en colores, temas y excusas navideños. Santaclós invade todo lo que se puede adornar, todo todito. ¿Qué hace uno luego con los cuchillos de ocasión con mango de Rodolfo el reno cuya nariz roja se enciende cuando cortas con ellos?

La decoración. La decoración llega al punto del hartazgo. Hay que demostrar espíritu navideño decorando la casa con profusión de luces psicodélicas (al más puro estilo de Chevy Chase), pinos naturales cargados de listones y esferas y –cómo no- enormes monigotes inflables de plástico que en los techos de las casas muestran, además del mal gusto del propietario, escenas polares, Santa en su trineo, hombres de nieve y villas navideñas estilo suizo bajo el cielo chilango.

¿Me da mi Navidá? Todo el mundo se siente con la obligación de exigirte que le des “su Navidá”: el cartero, el que recoge la basura, el vigilante, el empaquetador del supermercado, el viene-viene, el que te limpia los vidrios en el semáforo, la marchanta de la recaudería, la señora de las quesadillas del mercado, el acomodador de coches del “valetparking” y así.

Los gastos. Las compras excesivas, de compromiso o de emoción ante los “ofertones”, dejan exhausto a nuestro bolsillo y a nuestra economía doméstica en situación precaria por varios meses. ¿Quién no se ha visto con la tarjeta de crédito hasta el tope al llegar la Noche de Reyes? Ahí tienen a “la cuesta de enero” que se prolonga a veces hasta abril y que en casos de verdadero apuro nos orilla a ir al Monte de Piedad a empeñar los “preciosos” regalos recién recibidos. Ah pero lo bailado nadie nos lo quita.

El desperdicio. ¿Por qué para las cenas de Nochebuena y Año Nuevo las mamás guisan como para alimentar a un regimiento? La competencia es dura y las tías siempre buscan lucirse con su “pierna en salsa de ciruela” o imponer su bacalao o su pavo “tal y como lo hacía la abuela”. Nunca falta comida para el recalentado y aunque los familiares de visita se llevan su itacate en “un topercito” siempre quedan romeritos, pierna adobada y fruit cake para comer tres veces al día durante el resto de las vacaciones.

La ensalada roja y las tortitas de camarón. ¿Quién en su sano juicio pudo imaginar tan horrendos platillos? La ensalada de Navidad no la puedo comer sin sentir arcadas: betabel, nueces, manzana, piña, leche condensada, azúcar... y coma diabético seguro. Ay de ti si te salpicas una gotita de ese jugo rojo porque ya no podrás borrarlo de la ropa. Lo peor es que ya estando en la mesa no puedes decir que no te la sirvan porque la autora de tan abigarrado plato podría ofenderse. Por otro lado están las horrendas tortitas de camarón que acompañan a los romeritos: pastosas, esponjosas y saladísimas por hacerse con  cabezas secas de camarón.

La contaminación y el tránsito. Basura, basura, y más basura por todas partes: de los envoltorios, de los restos de comida, de docenas y docenas de botellas vacías, del pino que, ya seco, se deja abandonado junto con otros cadáveres en la esquina de la calle hasta que después de varios días el camión de la basura se digna pasar a recogerlos a todos. El tránsito se pone de espanto: autos y más autos en calles y avenidas hacen eterno el más pequeño desplazamiento y la contaminación ambiental sube más allá de los imecas permitidos, haciendo llorar los ojos y sangrar la nariz hasta al chilango más pintado.



Las reuniones incómodas. Hay que acudir por compromiso a la reunión que organiza la secretaria de nuestra oficina, a la posada de la colonia, a la cena adelantada de la tía Chonita y a dos o tres recalentados en donde ves gente que ni conoces o que no quisieras ver. Y para el 1 de enero hay que hacer la visita de las siete casas para felicitar a todos los miembros de la familia que no pudieron estar con nosotros en Nochebuena. Pero lo peor es cuando empiezan las preguntas inquisidoras de las tías: “Ya se nos fue otra Navidad y tú sigues soltero”, “¿Y tú mijito para cuándo te casas?”, “¿Qué, no piensas tener hijos?”. Y ni modo que le digas a la tía abuela que no se meta en lo que no le importa. Los hijos de padres divorciados –que cada vez son más- padecen su propio infiernito, pues en esta época de estar “en familia” tienen que elegir (con chantaje emocional incluido) con qué familia pasarán la Nochebuena.

Nacimientos y arrullos. Los nacimientos son alucinantes. Los hay en todos los estilos y colores, llenos de luces, casitas y palmeras. Los hay enormes, con arroyuelos por los que corre agua de verdad y en cuyas márgenes reposan plácidamente tigres y cocodrilos. No importan en absoluto el tamaño de las figuras: un mini pastor puede acompañar a una oveja del doble de su estatura, un venado puede ser más grande que un elefante. En el pesebre se ponen a tamaño XXXL a san José, a la Virgen, un buey y una mula (estos sí chiquitos)… y un niño dios que, bueno, tomando en cuenta que para el día de la Candelaria se le va a vestir de gala tiene que ser grande, ¿o no? Y luego, en Nochebuena, una vez nacido al niño hay que arrullarlo… en serio… la familia entera se reúne en círculo y el niño de porcelana va pasando de brazos en brazos para que todos y cada uno de los asistentes le canten canciones de cuna… es de lo más embarazoso.

El intercambio de regalos. No hay cómo zafarse de este ritual y si tienes los suficientes pantalones para expresar tu desagrado, de inmediato te califican de cortado y amargado. Los peores son los de la oficina, pues siempre implican “el amigo secreto”; así, durante varios días previos al intercambio tienes que dejar un pequeño obsequio a la persona que te tocó; o sea que además de gastar en el regalo del intercambio, estás obligado a comprar chocolatitos, galletitas, muñequitos o, si son más alternativos, un cómic o un vaso con apios orgánicos para alguien que quién sabe si te cae lo suficientemente bien como para darle tantos presentes. ¿Por qué comprar algo para alguien que ni conoces o, peor, que no te cae bien? En el intercambio familiar la cosa no va mejor: poner un valor tope o promedio no sirve de mucho pues el obsequiado termina pidiendo algo que rebasa dicho valor prometiendo “cubrir” la diferencia cuando le entregues el regalo, misma que luego se le olvida. Si se trata de tu regalo, y el juego no contempla la regla de que puedes pedir algo en especial, el tío, la prima, la cuñada o el amigo colado a la celebración (nunca falta uno) normalmente no tiene la menor idea de lo que te gustaría y por lo tanto termina regalándote lo que cree que puede ser útil (y que no puede fallar)… y que en el 99.99% de las veces no te va a gustar. Por eso te puede tocar una bufanda (a todo el mundo le da frío), un porta-retratos, un cenicero (y tú ni fumas), tarjetas para comprar música en internet, una navaja suiza, un disco del reguetonero de moda, un libro de superación personal (¿qué te querrán decir?), un suéter color mamey con un tigre en la barriga… o los siempre socorridos chocolates.

La alegría forzada. El plato fuerte de la temporada es la “alegría”. Tienes que andar feliz a huevo, decir que sí a todo y complacer a todos. Como dice doña Pilar: eso de andar feliz porque sí, nada más porque lo dicta la época ¿no califica de trastorno mental? Epidémico, agregaría yo. Pareciera que en Navidad no puede existir otra cosa que no sea el regocijo de compartir, de dar y recibir. Es como si todos fuéramos habitantes del Planeta Lindo del conde Pátula. La publicidad, que en esa época ejerce mayor presión mediática que en ninguna otra, contribuye a fomentar esa imagen. Por eso vemos en la TV programas "especiales" en los que los actores lucen sus sonrisas más artificiales y maquilladas, sudando a raudales bajo unos gruesos suéteres mientras les cae nieve de utilería.


La lista podría seguir, pero con esos detalles creo que es suficiente para dejar más que claro por qué detesto la Navidad. La pasaría muy mal en estas fechas si no fuera porque, a pesar de todo, la fiesta encierra unas cuantas cositas que sí me gustan y que ayudan a aliviar el estrés de la temporada: estar con la familia, las pastorelas (entren más guarras y albureras, mejor), los romeritos (sin tortitas de camarón), el recalentado, el turrón, el ponche y sobre todo –como bien señala doña Pilar- por la oportunidad de beber a raudales sin culpa ni condena (bueno, más o menos) donde sea y con quien sea pues, después de todo, estamos de festejo.

Merry Christmas!



Referencia
   Montes de Oca, P., Algarabía 147, diciembre 2016, ¿Por qué la Navidad se vuelve odiosa?, pp. 16-21.