Veía yo hace
unos días un divertido video satírico sobre un profesor de astrofísica que
intenta dar una clase sobre la formación de los agujeros negros, pero no puede
porque sus alumnos se ofenden terriblemente ya que al explicar usa términos políticamente
incorrectos y no incluyentes, como agujero negro, enana blanca o estrella binaria.
Aunque el sorprendido maestro se esfuerza por explicar la razón científica de
esos nombres desde el punto de vista de la física, sus estudiantes terminan
acusándolo de supremacista blanco y discriminatorio hacia diversos colectivos.
Esta escena,
que critica con humor el extremismo de muchos de nuestros estudiantes, hondamente
imbuidos de conciencia social pero con cero pensamiento crítico, es algo frecuente
en las aulas de nuestros días. Habrían de ver la que se arma en mis clases
cuando estudiamos los rodamientos “de bolas” o calculamos “el mamelón” de un
engrane. A la mayoría le da risa (dejarían de ser ingenieros), pero nunca falta
quien se incomoda por la terminología y reclama. O peor si se me escapa un “todos”,
en lugar de “todos y todas” o un “ingenieros”, en lugar de “ingenieros e
ingenieras”. Y esto no es nada en comparación con lo que tienen que sortear los
colegas que imparten materias de economía, biología o medicina.
Como señala
Noam Chomsky, las tendencias actuales sobre el lenguaje políticamente correcto
han terminado por imponer una tiranía ideológica en la que la gente no es
consciente de lo que está sucediendo (pero le encanta participar) y, lo peor,
ni siquiera sabe que no sabe. Es una dinámica de acusaciones en contra de
quienes se permiten llamar a las cosas tal y como son y que imponen un freno a
la expresión para forzar una sola verdad. Es, como dice el periodista Luis
Cárdenas, “el discurso domesticado, donde la incomodidad –esa chispa que a
veces abre los ojos- se considera violencia”. Nuestros alumnos castigan la
incorrección política del profesor, aunque diga una verdad, en aras de una
expresión suavecita que no ofenda a nadie o que evite hacernos conscientes de una
realidad, aunque pueda ocultar una mentira… o peor, comprometer la claridad y
precisión de un concepto que se está aprendiendo en clase.
¿Es mucho
pedir que el estudiante universitario tenga la madurez emocional y la capacidad
intelectual para oír llamar al pan, pan, y al vino, vino, sin escandalizarse? ¿Para
escuchar un concepto o una opinión distinta de sus convicciones sin ofenderse
ni considerarlo un ataque personal? Richard Dawkins alega que este tipo de
estudiantes en realidad no está listo para ir a la universidad, espacio natural
para la expresión del pensamiento y la confrontación de ideas, que no siempre
son las nuestras, pero que precisamente por eso necesitan escucharse.
Por el momento, no parece que esta situación vaya a cambiar (al menos mientras sigan llegando a la universidad los integrantes de la Generación Z). ¿Qué hacer entonces?
Recuperar para el aula universitaria el lenguaje de la inteligencia, con precisión y profundidad, y por qué no, con humor e ironía, aunque sin caer en abusos ni burlas, por supuesto. Porque exigir corrección política del lenguaje sin un pensamiento crítico que lo ilumine es solo censurar.
"Sin un discurso libre no hay verdadero pensamiento" (Jordan Peterson), y sin verdadero pensamiento no hay universidad.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario