Qué difícil es hablar el español,
porque todo lo que dices tiene otra definición.
Qué difícil entender el español,
si lo aprendes, no te muevas de región.
Canción “Qué difícil es hablar el español”,
de Juan Andrés y Nicolás Ospina, 2014.
Hace unos días le platicaba a mi librero de cabecera el incidente lingüístico que tuve con la colega que habla en dialecto incluyente. Me asombraba yo de esas frases incomprensibles integradas por sustantivos y adjetivos que los hablantes (y sobre todo las hablantes) vuelven “neutros” para no herir la susceptibilidad a flor de piel de algunas personas, lo que hace que para un lego aquello suene como un mensaje de Hermes Trismegisto: oscuro, enigmático e impenetrable.
Viendo
mi preocupación, este señor me sugirió la lectura del libro «Manual del español
incorrecto», del escritor mexicano Adrián Chávez (2024), un joven lingüista de
mucho éxito en las redes sociales. He de confesar que su lectura sí que me hizo
sensible a nuevas perspectivas.

Se trata de un libro de divulgación breve, divertido, que examina algunos de los mitos de la incorrección lingüística del español, sobre todo el oral, desde varias perspectivas: normativa, geográfica, cultural, estética y de poder. A través de sus ejemplos muestra con argumentos apoyados en investigaciones filológicas que no existe eso del “español incorrecto” y si, en cambio, muchos españoles en una amplia variedad de contextos socio-culturales que son tan válidos y eficientes para comunicar como la versión normativa que defienden las academias de la lengua. El paradigma que busca cambiar es la idea de que solo hay una forma correcta de hablar y escribir el español, confundiendo la lengua normada (asumida como superior) con la lengua en su totalidad, la cual abarca en realidad todas sus manifestaciones, no solo la considerada estándar, sino también las variantes geográficas y socio-culturales.
Eso
fue un gancho al hígado a mi paradigma de la unicidad del español bien
hablado y escrito, inculcado y machacado desde la primaria por todos los
profesores que me han dado alguna clase de español (en ese entonces, de “lengua
nacional”), por una abuela muy purista y luego por todo docente al que tuve que
escribirle una tarea. Para cuando llegué a la carrera se había cumplido la
meta de tener un español obediente de las normas del bien decir/escribir en el contexto académico. A
medio camino, el paso por el Liceo Franco Mexicano me trajo las mismas
exigencias e intransigencias de los profesores que me enseñaron a tener un francés
“depurado”, comme il faut ! O sea que me tocó doble ración de la
misma sopa normativa, solo que con distinto sazón.
De
esta lectura salen varias cosas interesantes: primero, que las lenguas cambian en
el tiempo (más de lo que quisieran los señores de la RAE), a veces con mucha
rapidez, y que de esos cambios brotan variantes naturales; que la lengua sigue
su propio curso y en él ni todo está bien ni todo está mal, sino que hay
diferencias y usos alternativos a una propuesta estándar que no tiene por qué
ser ni única ni la mejor; el reconocimiento de las variantes lingüísticas y de la
necesidad de adaptarse cuando se usan en sus ámbitos propios (como cuando mi colega solo habla dialecto incluyente).
Es
pues un libro de y para nuestro tiempo, que defiende el reconocimiento a la
otredad lingüística frente al normativismo académico; una defensa de la
diferencia que vemos ocurrir en las demás esferas
de la sociedad contemporánea. Ser diferente y alternativo es lo de hoy.
No
obstante lo bueno que resulta este libro en su defensa de la alteridad
idiomática, me queda la impresión de que su autor solo se preocupa por los lenguajes alternativos,
sobre todo los del ámbito informal, aptos para la oralidad o las redes
sociales, pero que deja de lado los contextos formales del idioma. Ese aspecto parece
que ha perdido relevancia en tiempos recientes, y también, por supuesto, en el de la comunicación académica: en la calidad de las
tareas y los proyectos escritos que entregan los alumnos universitarios. En ingeniería se
requiere leer y escribir textos complejos que también tienen su protocolo lingüístico.
En el mundo laboral los gerentes y directores de empresas esperan una habilidad
de comunicación eficiente, precisa y especializada. Necesitamos preparar a
nuestros alumnos también para ello. Y no me refiero solo a los profesores que
enseñan español, sino a todos los que les toca solicitar tareas, presentaciones
o proyectos en donde tienen la necesidad de impulsar el habla y la escritura formales (suponiendo, claro, que les interesa cuidarlo y que tienen la habilidad para hacerlo, porque, ¡ay!, entre algunos docentes se dan casos de manejo lingüístico iguales o peores que el de sus alumnos).
Conocí
de primera mano el estudio que realizó la investigadora educativa Patricia
Caratozzolo en 2019 sobre la riqueza léxica de estudiantes de ingeniería. Para
sorpresa de muchos (menos de ella) se encontró que el vocabulario de los jóvenes
se va reduciendo en su vida universitaria, posiblemente a menos de 800
palabras. Para tener una idea comparativa, Aurelia Vargas, investigadora filológica
de la UNAM, reportó en una investigación de 2011 que un estudiante de educación
media tiene un vocabulario que oscila entre 300 y 1500 palabras. Esto parece indicar
que una vez que sale de la secundaria, el estudiante no necesariamente mejora
su léxico y sí, en cambio, lo pierde. ¿Por qué? Entre otras cosas, Caratozzolo
lo relaciona con la predominancia del habla informal, simplificada y hasta
dialectal que se maneja entre los jóvenes en general y en Internet en
particular, que profundiza la brecha con las estructuras verbales más ordenadas
(complicadas) como las de una tarea, un reporte de un proyecto, una
conversación con adultos o la lectura de un texto especializado (de su
disciplina o de literatura). Yo le agregaría que tampoco hay ya muchos profesores universitarios que cuiden esto porque no lo sienten parte de su responsabilidad académica.
En cierta
ocasión, un grupo de alumnos de una clase de diseño mecánico hacían la presentación
final de su proyecto de un elevador de cangilones para la empresa que se los
había encomendado (internacional y líder en el ramo). Estábamos presentes los profesores
que tutoreamos el trabajo y dos representantes de la compañía que iban a
calificar la propuesta, uno de los cuales era el gerente de producción. Para
cuando llegó el momento de hablar de “las necesidades de diseño” del elevador,
al estudiante que le tocó esta parte se le hizo fácil enumerarlas con el
encabezado que se muestra a continuación:

Como era de esperar, todos nos asombramos de esa imagen y tanto el gerente como yo le señalamos al alumno lo poco apropiado que era su meme en una presentación formal de ingeniería. La sesión siguió su curso, pero el tono de informalidad en lo escrito y lo hablado fue la norma en ese equipo. Cuando llegó el momento de la evaluación que, repito, solo hacían los socios formadores, el gerente no quiso pasar por alto ni el estilo ni la ocurrencia y asignó la mínima calificación aprobatoria, considerando como atenuante para no reprobarlos que el diseño mecánico era apropiado y funcional. Un buen diseño mecánico se devaluó por una mala manera de presentarlo. Cuando los alumnos se enteraron de su nota, echaban espuma por la boca y usaban reproches más o menos parecidos a los que emplea Chávez para defender su derecho a la alternancia lingüística. Aprendieron de manera cruda uno de los principios del diseño revisados en la clase: que la forma es tan importante como la función.
Chávez
defiende mucho la alternancia léxica del español, es muy combativo contra la
postura normativa que se erige en la única válida para hablar y escribir. Ciertamente,
no se es menos hablante ni menos competente cuando se utilizan variantes
regionales o sociales del español. Desmitificar el lenguaje es un esfuerzo
loable. Pero el autor no se da la oportunidad de reconocer la importancia de
los “otros” contextos sociales más formales en los que usamos el español más
allá de una conversación en Whatsapp, un video de Instagram o una situación incluyente. Hay ámbitos formales de la lengua que también son necesarios en
la vida de las personas (una entrevista laboral, una presentación de negocios,
la elaboración de un reporte de trabajo, la lectura de un libro, entender un
contrato, impartir una conferencia, publicar un artículo) para los cuales hay
que estar preparado igualmente.
Chávez
menciona en su conclusión que las personas son capaces de reconocer y adaptarse a los
contextos diversos de uso del español. Yo tengo mis dudas a este respecto. Creo
que esto solo ocurre en la medida que esos contextos sean reconocibles,
de interés para el hablante y estén entrenados también. A mí me pasa con el
lenguaje incluyente, porque hasta ahora no le he dado importancia ni tengo la
práctica necesaria para usarlo; y a mis alumnos les ocurre al tener que hacer
sus presentaciones y entregar sus reportes de diseño. Hay que preparase para cada caso.
La
diversidad lingüística del español es innegable, en el idioma se vale innovar e inventar
mejores maneras de expresarse. Lo que no siempre funciona es mezclar esos modos
ni pensar que la versión que uno maneja es la única válida y correcta. Hay que reconocer
la importancia de los diversos contextos de habla, los informales y los
formales, prepararse para ambos para priorizar lo adecuado de lo inadecuado en cada uno y garantizar que
la comunicación sea exitosa.